EL OTOÑO DE LAS NACIONES

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El Otoño de las Naciones

«Un fantasma recorre Europa: es el fantasma del comunismo. Contra este espectro se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el zar…». Estas son las primeras palabras del Manifiesto del Partido Comunista, cuya publicación en Londres, febrero de 1848, es considerada el eje doctrinario y principio de la ‘Primavera de los Pueblos’: una serie de revoluciones populares que se iniciaron el mismo mes en Francia con el derrocamiento de la monarquía y continuaron en Austria, Hungría y Prusia, estableciéndose el fin de las servidumbres y los regímenes constitucionales. La lucha de clases, el derecho a la sindicalización y a la conformación de partidos políticos, o la noción de justicia social provenían tanto de la burguesía como de los intelectuales y parte de las iglesias cristianas. Novelistas como Fédor Dostoyevski o Víctor Hugo darán cuenta de las miserias de una época donde el derecho y la aplicación de la justicia eran arbitrarios e inhumanos.

En efecto, es el orden absolutista —basado en el derecho divino, los privilegios y el abuso de poder—, lo que motiva la férrea reivindicación de los derechos fundamentales emanados de la naturaleza humana y cuya titularidad no depende de la fortuna ni de la concesión real. Habrá que esperar décadas, sin embargo, para que la ‘masa operaia’ pueda constituir un actor político relevante, capaz no sólo de instaurar la República o inspirar la redacción de constituciones con mínimas garantías a sus ciudadanos, sino de conducir el Gobierno y el Parlamento. Será otro febrero, el de 1917 —en la Rusia de Lenin—, el que pondrá en marcha la revolución proletaria que controló parte de la geopolítica del mundo por casi un siglo.

Paradójicamente, su declive será provocado por la eclosión de poderosos movimientos obreros y gremiales que reivindicaban las mismas prerrogativas que defendía el Manifiesto. Entonces, tras 150 años de largo periplo, emergió el ‘Otoño de las Naciones’ de 1989, la otra gran revolución de febrero y cuyos efectos aún tenemos frente a nosotros.

La revolución de 1989

Desde Polonia y Checoslovaquia, con la anuencia de Gorbachov, se abrió una ventana para la URSS y sus estados satélites. Salvo la guerra de los Balcanes, las ejecuciones de la nomenclatura en Rumania y la represión en China, fue un colapso pacífico que derivó en transiciones pactadas. Muchas de ellas lideradas por socialdemócratas en coalición con democristianos, como fueron los gobiernos de Lech Walesa y Václav Havel. Así la difusión de la universalidad, imprescriptibilidad e inderogabilidad de los derechos humanos —más allá de la voluntad de las mayorías y de la disciplina partidaria—, se tornó una proclama transversal a izquierdas y derechas en el mundo. Por ejemplo, mientras en Chile el plebiscito y las elecciones presidenciales inauguraban la transición, en Alemania se derribaba el Muro de Berlín.

En la perspectiva de Europa del Este, dos cuerpos normativos fueron esenciales en la búsqueda de un nuevo paradigma democrático. De una parte, la Carta de Naciones Unidas con su sistema interestatal de agencias y resoluciones vinculantes; de otra, con menor jerarquía jurídica y centrada en el bloque comunista, el Acta de Helsinski. Ambas contribuyeron a mediados de la década del 70 —tras las experiencias de Hungría en 1956 y Praga en 1968—, a una masa crítica que ya no estaba dispuesta a seguir tolerando los abusos de un sistema revolucionario agotado.

El factor Helsinski

Muchos autores coinciden en que el Acta de Helsinki, más que un caballo de Troya al interior del Pacto de Varsovia, fue un triunfo de la dogmática jurídica internacional de DD.HH. Tal declaración fue suscrita en agosto de 1975, al final de la Conferencia para la Seguridad y Cooperación de Europa (CSCE), e incluyó a 35 jefes de estados socialistas/comunistas, más EE.UU y Canadá. En su articulado, además del reconocimiento de las fronteras resultantes de la II Guerra Mundial en Europa, dos capítulos hacían expreso reconocimiento de la responsabilidad de los gobiernos respecto a prerrogativas sistemáticamente conculcadas. Uno era el Principio VII del denominado “Decálogo de Helsinki”, el cual equiparaba los derechos  cívico-políticos y los socio-económicos, así como incluía la libertad religiosa y el respeto a las minorías nacionales. A su vez, el capítulo III, se extendía a la “Cooperación en el campo humanitario y otros campos”, haciendo referencia a derechos como la reunificación familiar, la protección de las relaciones interpersonales y de distinta opción política, el respeto absoluto a la libertad de expresión, el intercambio de información, y el fomento de la cultura y la educación. Fue así que para su vigilancia, al no constituir un tratado, sino un instrumento político, se crearon comités ‘Helsinski’ en diversos países y hasta una comisión en el Congreso norteamericano.

Las sucesivas infracciones a sus compromisos de política internacional y las crisis económicas animaron el descontento por años anidado. Así, hace un cuarto de siglo el socialismo real llegaba a su fin, pero sus consecuencias todavía se replican. Sobre todo en la actualidad en que las sociedades de derechos garantizados se expanden como aspiración global. Ucrania, Venezuela, China, Cuba, Corea del Norte y Siria son ejemplo de esta paradoja que devela el otoño: un discurso gubernamental que defiende los derechos sociales, incluso garantizados a través de políticas con enfoque de derechos; pero desdeña los derechos de las minorías, restringe las libertades políticas y desarticula vías al pluralismo cultural o político. Los obreros y estudiantes de Solidaridad en Polonia, los universitarios de Carta 77 de la extinta Checoslovaquia, los jóvenes abogados de Tiananmen en China —todos movilizados en 1989— no son distintos a los actuales desempleados de Ucrania, a los protestantes de Venezuela o a los sospechosos de ‘peligrosidad social predelictiva’ de Cuba. Tampoco son diferentes a los estudiantes sirios que abogan por la vía civil no violenta, marchando en las universidades de Qatar o España.

La democracia constitucional y las luchas de reconocimiento

En pleno 2014, son insuficientes el revisionismo y la transición económica de los regímenes de inspiración soviética frente a una sociedad civil que ha sido excluida. Una sofisticación de la economía no implica mayor democracia, por mucho que se critique a la disidencia cubana y venezolana, por ejemplo, de intentar el cambio neoliberal. Esa ya es tarea hecha por el gobierno.

En el presente, las reivindicaciones de DD.HH tienen otra profundidad teórica y difusión. No se busca un estado asistencialista ni se considera justo ceder derechos y libertades en pos de prerrogativas únicamente sociales. La democracia ya no es sólo la imposición de la mayoría. Aquello relativiza y debilita la esfera de derechos fundamentales de la ciudadanía, restando legitimidad al Estado. Juristas como Luigi Ferrajoli nos hablan del garantismo constitucional como fundamento de la democracia, es decir el ejercicio del poder limitado por el respeto a dichas prerrogativas. Paul Ricoeur, contribuye al cambio de enfoque igualitarista del cumplimiento de los DD.HH, a través de ‘las luchas de reconocimiento’ que permiten abordar las brechas entre las expectativas de derechos y sus garantías. Por su parte, Martha Nussbaum, desde una perspectiva liberal, abre el debate sobre la redefinición de las capacidades para ejercer derechos como ‘libertades sustanciales’, ya en el ámbito político, ya en el civil o económico.

A menudo olvidamos revisar las causas que provocaron la caída del criticado ‘telón de hierro’. Su análisis cobra vigencia ante la reaparición de algunos signos del otoño de 1989. Lo relevante es la oportunidad que ofrece a la sociedad civil y a la clase política para definir qué democracia y qué derechos humanos reivindicar. Este febrero de 2014 bien puede dar origen a una resplandeciente ‘Primavera del Reconocimiento’, una primavera que encuentre en los franceses de ‘on lâche rien’, en los ucranianos de Maidan, en los opositores de Cuba y Venezuela, en los desempleados de Portugal e Italia, y en los chilenos, un compromiso nuevo por la democracia constitucional y los derechos de las minorías.

* Publicado en El Dínamo, miércoles 19 de febrero, 2014