Noviembre de 1945 no fue sólo el comienzo de los juzgamientos por crímenes de lesa humanidad y genocidio en contra de la cúpula Nazi, sino un hecho fundacional para la justicia de derechos humanos. Largo camino que, sólo a partir del Estatuto de Roma de 1998, estableció un sistema permanente radicado en la Corte Penal Internacional y un extenso catálogo de delitos que incluye los crímenes de guerra. Una jurisdicción que debiere proceder cada vez que el Estado y los gobiernos procuren una lacerante impunidad a quienes transgreden las mínimas prerrogativas fundamentales. Precisamente, su legitimidad impera allí donde la política y la judicatura han anulado al derecho.
Hoy, pese a la ratificación masiva del tratado, la aplicación de dicha justicia parece débil. Las atrocidades de la guerra en Siria, el terrorismo de Estado Islámico, el asedio de Israel sobre Gaza, o la represión política en China, son ejemplos de atentados flagrantes que nos dejan en la perplejidad y la indefensión.
Por eso, algunos líderes de la diplomacia humanitaria plantean una reforma basada en los principios más aceptados de los juicios de Núremberg y de los procesos del Tribunal Russell. Primero, respecto a integrar las normas de reparación efectiva de las víctimas y el derecho a la memoria con las de sanción criminal y el seguimiento especializado de sus efectos en el Estado involucrado. Segundo, en cuanto a proceder con mayor inmediatez a través de informes prejudiciales, y, tercero, integrando un jurado compuesto por intelectuales y defensores de los DD.HH. que no pertenezcan a la judicatura oficial.
En efecto, Núremberg —criticada como la justicia de los vencedores—, pese a mostrar los vicios de una solución política, abrió el debate mundial sobre la tipificación de los horrores de la guerra antisemita y el totalitarismo. En tanto, el Tribunal Russell-Sartré, conformado en 1966 para investigar y denunciar los crímenes de EE.UU contra Vietnam —y las sucesivas versiones— fue una instancia pionera de integración de jurados no especializados en derecho, pero sí en filosofía, sociología y otras ramas auxiliares, que sentaron las bases de una nueva mirada: la justicia transicional.
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